3. La inserción de Latinoamérica en la división internacional del trabajo en la segunda mitad del siglo XIX

"Tras las primeras décadas signadas por las luchas independentistas, que en muchos casos fueron seguidas por guerras civiles, los países latinoamericanos emprendieron su organización definitiva como estado- nación, con constituciones escritas. Una vez estabilizados, gran parte de los gobiernos latinoamericanos iniciaron la tarea de modernización de sus países a fin de incorporarlos en la división internacional del trabajo, para tomar un lugar dentro del sistema de economía mundial. Desde sus comienzos, las nuevas repúblicas establecieron vínculos con Inglaterra tanto por los crecientes préstamos como por el "intercambio desigual".

Un nuevo orden mundial se constituyó en torno a la libra esterlina; cada región se valorizó en vista de la acumulación de capital y se produjo una fuerte competencia Inter europea sobre los mercados. Francia e Inglaterra intentaron monopolizar las zonas productoras o dotadas de recursos naturales, en Asia, África y Latinoamérica.

En la segunda mitad del siglo XIX este proceso, que algunos autores denominan de transición a un capitalismo dependiente, determina distorsiones en las economías latinoamericanas que se incorporan como exportadoras de materias primas y alimentos. Como ha señalado el economista egipcio Samir Amín, el desarrollo del capitalismo periférico fue orientado hacia el mercado exterior, ya que los centros obligaron a las periferias a cumplir la función de proveedoras complementarias (Amín, 1986).

 La economía-mundo capitalista

Durante la segunda fase de la Revolución Industrial se desarrolló una nueva era tecnológica: gracias al perfeccionamiento del diseño de la máquina a vapor, los logros supremos fueron el ferrocarril y el barco a vapor. Para el último cuarto del siglo XIX se produjeron otras importantes innovaciones: la expansión del telégrafo, el uso del petróleo como combustible, la utilización de la energía eléctrica y el desarrollo de la industria química.

Si en la primera fase de la Revolución Industrial las manufacturas de algodón fueron las que inundaron los mercados latinoamericanos, en esta segunda etapa los ferrocarriles impulsaron de forma vertiginosa las exportaciones británicas de hierro, carbón, acero, y los contratos de construcción de las vías férreas en todos los países de Latinoamérica.

Durante la época victoriana -el reinado de la reina Victoria (1837-1901)-, Gran Bretaña se transformó en la mayor exportadora mundial de manufacturas y capitales, ya que dominaba ampliamente el transporte marítimo y el mercado mundial. La Revolución Industrial le permitió crear en torno a ella un sistema de zonas coloniales y semicoloniales que constituyeron el poderoso imperio británico. De este modo Londres se convirtió en el centro de la economía mundial; su moneda, la libra esterlina, fue la de mayor uso internacional, y Liverpool, el punto de partida de los barcos ingleses hacia los mercados más distantes: India, China, Australia y América Latina.

La inusitada expansión de la economía capitalista durante el siglo XIX, permitió configurar un verdadero mercado mundial, es decir una red de intercambios que puso en conexión a regiones muy remotas y a distintos continentes. Esta extensión geográfica -resultado y condición para su permanente crecimiento- significó un desarrollo desigual del capitalismo, las potencias europeas decidieron el curso de las economías de otros países que orientaron su producción y se convirtieron en "periferias" del sistema. Gran Bretaña, Alemania, Francia, Bélgica y los Estados Unidos salieron a "abrir mercados" e imprimieron su impetuoso dinamismo a la economía mundial.

Gran Bretaña comenzó a depender de las importaciones de granos (fundamentalmente trigo) que se producía en el medio oeste norteamericano, Argentina y el sur de Rusia. Por entonces, el trigo de Estados Unidos produjo una corriente de campesinos arruinados (principalmente italianos) que buscaron nuevas oportunidades y tierras en América.

 Las inversiones extranjeras

Durante el siglo XIX la mayoría de las inversiones extranjeras en América Latina eran de origen británico; para los ingleses representaban la mitad del total de sus inversiones en el mundo. Podemos distinguir dos períodos diferentes: El primero que se extiende desde el proceso de independencia hasta mediados del siglo XIX, cuando el libre comercio permitió el ingreso masivo de manufacturas británicas y predominaron los préstamos a largo plazo a los gobiernos latinoamericanos.

La otra etapa se abre en la segunda mitad del siglo, cuando los capitales británicos se dirigen hacia las inversiones directas de infraestructura -como el ferrocarril-y a los centros productivos más dinámicos: minas, agricultura comercial, yacimientos petrolíferos y bancos. Además, aumentan los préstamos a los Estados, que los solicitan bajo el supuesto de que la expansión de las exportaciones resolvería el problema del endeudamiento. En esta segunda fase, el ferrocarril se convirtió en un "símbolo de progreso" y modernización para las clases dirigentes latinoamericanas, porque permitía introducir la revolución industrial o recibir al menos sus ventajas tecnológicas. El llamado "boom de los caminos de hierro", comprometió a todos los gobiernos en la extensión de las vías, para comunicar y "civilizar" las nuevas repúblicas. En el caso de México, la construcción de la línea ferroviaria con rumbo este-oeste (el Interoceánico), que alcanzaba el puerto de Acapulco en el Pacífico, fue otorgada a los capitales británicos, pero fue subsidiada por el Estado mexicano, que puso como garantía los ingresos de la Aduana. Las principales concesiones ferroviarias se otorgaron a empresas extranjeras bajo el gobierno de Porfirio Díaz y quedaron vinculadas también al negocio minero.

En Perú se construyó una línea ferroviaria que atravesaba los Andes y que comunicaba el puerto del Callao con el centro minero Cerro de Pasco. Esta línea le permitía a la compañía norteamericana Cerro de Pasco Copper Corporation exportar el cobre peruano. En Argentina el ferrocarril permitió transportar los productos exportables del interior hasta el puerto de Buenos Aires, y, desde allí hacia el interior, las manufacturas británicas. Para extender la red ferroviaria, las compañías inglesas exigieron amplias garantías y concesiones del estado. Si lo comparamos con el proceso norteamericano, éstas resultan excesivas. En los Estados Unidos, la construcción del Ferrocarril Transcontinental, que unió el Atlántico con el Pacífico, se pagó con tierras a lo largo de las vías en lotes alternados; de este modo el estado siempre retuvo como tierras públicas una franja al costado de la línea, y evitó así enajenar todo el territorio. En Argentina, en cambio, para la construcción del Ferrocarril Central que unía Rosario con Córdoba (inaugurado a 1870), el estado concedió todas las tierras de ambos lados de la línea, además de todos los terrenos necesarios para la construcción de estaciones y depósitos; otorgó la libertad de importar equipos y herramientas sin pagar impuestos en la aduana durante cuarenta años, y garantizó el pago de un interés del 7% sobre el capital invertido. De este modo, los inversores ingleses constituyeron no sólo una compañía ferroviaria sino también una compañía de tierras que se valorizaron rápidamente cuando el ferrocarril comenzó a funcionar.

La relación de Francia con América Latina fue diferente a la que estableció Inglaterra. Este país europeo también había hecho inversiones en el extranjero, pero pocas correspondían al continente americano, con la excepción de Haití, que recibió préstamos para pagar las indemnizaciones a los antiguos colonos. Sin embargo, Francia intervino militarmente varias veces en la historia latinoamericana, con bombardeos por reclamos de deudas o indemnizaciones para sus súbditos. En el Río de la Plata hicieron dos bloqueos durante el gobierno de Rosas, con diferentes excusas (el segundo en forma conjunta con Gran Bretaña), más tarde invadieron México e impusieron a un emperador. En su búsqueda de modernidad, las ciudades latinoamericanas y las costumbres de sus habitantes también se hicieron más europeas. Los préstamos externos permitieron la introducción de un conjunto de progresos técnicos que embellecieron el paisaje urbano: por ejemplo, el gas reemplazó al aceite y a la maloliente grasa vacuna o equina en el alumbrado público de las más importantes ciudades del continente como Buenos Aires, Valparaíso, Lima y Río de Janeiro. La construcción de nuevos y suntuosos teatros, como el Teatro Colón en Buenos Aires, permitió que compañías de ópera y otros géneros incluyeran a las ciudades latinoamericanas en sus giras. Además, la arquitectura estuvo fuertemente influenciada por Europa en la construcción y remodelación de edificios públicos, gubernamentales y particulares.

 Diferentes economías exportadoras de materias primas

Para entender cómo fue la vía de implantación del capitalismo en América Latina hay que tener en cuenta que fue tardía, en el último tercio del siglo XIX, cuando el capitalismo "central" había llegado a su etapa "imperialista". El tránsito hacia el capitalismo dependiente en Latinoamérica rompió antiguas formas de producción. Los propios Estados desencadenaron un proceso de acumulación originaria en muchos países de la región, expropiando tierras de la Iglesia y de las comunidades originarias en México, Colombia y Guatemala. En los países esclavistas como Cuba y Brasil el proceso de acumulación primitiva se impuso con la abolición de la esclavitud. En el caso de Brasil, con el fin de paliar la falta de mano de obra se fomentó la inmigración europea para reemplazar a los esclavos en la producción de café.

Agustín Cueva considera que el desarrollo capitalista Latinoamericano comenzó principalmente en la producción agraria y minera, con la intervención del capital extranjero. Es decir, fue necesario que cada país de la región pusiera en marcha las actividades primario-exportadoras, constituyendo un sector moderno de sus economías ligado a las inversiones imperiales. Esta transición capitalista tuvo lugar bajo la forma "oligárquico-dependiente" (lo que en Europa oriental se denomina vía prusiana o junker), ya que, lejos de eliminar a la gran propiedad agraria, reforzó el poder de los terratenientes.

Celso Furtado distingue en las economías latinoamericanas tres grupos de países: a) Exportadores de productos agrícolas de clima templado. b) Exportadores de productos agrícolas de climas tropicales. c) Exportadores de minerales.

Como estos países no tenían una economía diversificada, sino que se dedicaban a la producción de uno o unos pocos productos (monocultivo o mono producción), su economía resulta vulnerable porque depende de las exportaciones para poder importar los productos que necesita y no produce.

Al primer grupo pertenecen Argentina y Uruguay, ya que poseen grandes extensiones de tierras aptas para la producción agropecuaria. Requirieron la instalación de un sistema ferroviario que facilitara el transporte de grandes volúmenes de cereales, y la ampliación de la frontera agrícola, que se hizo en perjuicio de los territorios indígenas. Competían en el suministro de sus productos con regiones de la misma Europa, por lo que debieron hacer eficiente la producción actualizándose tecnológicamente. Las ganancias obtenidas en el siglo XIX fueron muy altas, porque al ser productos que no tenían competencia de territorios coloniales (donde la mano de obra es más barata), se podían conseguir buenos precios. Básicamente las exportaciones consistían en cueros, lanas, trigo y carne congelada.

El segundo grupo está formado por la mayoría de los países latinoamericanos: Brasil, Colombia, Ecuador, América Central, el Caribe y partes de México. Sus productos encuentran competencia en las áreas coloniales de otros continentes y en el sur de los Estados Unidos. Las principales exportaciones a principios del siglo XIX eran el azúcar y el tabaco, sumándoseles luego el café y el cacao. Como Inglaterra obtenía recursos también de sus mercados coloniales asiáticos, el país comercializador de estas producciones tropicales fue fundamentalmente Estados Unidos. Los bajos precios de los productos -por la competencia colonial, cuyo costo de mano de obra era casi inexistente- y el hecho de que esta producción no requiere gran tecnología-incluso en muchos casos se siguieron usan- do los transportes tradicionales, de tracción a sangre-, hicieron que estas actividades no tuvieran una importancia significativa para impulsar el desarrollo. La población, de este modo, vivía bajo condiciones miserables, con muy pocas expectativas de vida, con gran mortalidad infantil y analfabetismo. La mayoría de la población era rural, incluso en Brasil y México, que tuvieron un importante proceso de urbanización.

El tercer grupo estuvo formado básicamente por México, Chile, Perú y Bolivia, al que en la tercera década del siglo XX se sumó Venezuela como exportador de petróleo. La producción minera cambió radicalmente después de la independencia, ya que se modernizó la tecnología, aunque los capitales para invertir en ella fueron de origen extranjero. La extracción de plata, importante en la época colonial, dejó de serlo, y pasaron a un primer plano otros minerales: plomo, estaño, cobre y por otro lado el salitre. Las plantas extractivas, para ser rentables, debían ser muy gran- des y, al ser de capitales extranjeros, la mayoría de la población no se vio beneficiada por esta explotación.

 La estructura agraria en América Latina: latifundio-minifundio

El latifundio, la gran propiedad de herencia colonial, persistió prácticamente en todos los países latinoamericanos en el período de vida independiente. Según el país, el latifundio recibe distintos nombres: haciendas en México o Perú, estancias en Argentina o Uruguay, fazendas en Brasil, fincas en Cuba y Puerto Rico, y plantaciones en Centroamérica. Los propietarios de estas grandes extensiones de tierra se denominan latifundistas, terratenientes, hacendados o plantadores, y en la mayoría de los casos controlan más del 70% de las extensiones del país. Monopolizan la tierra y mantienen gran parte de la misma en forma ociosa o improductiva. Algunos autores identifican con el nombre de burguesía agraria a este sector terrateniente que durante el siglo XIX se vincula al negocio exportador, al capital extranjero, y que desde su origen nació entrelazado con la vieja oligarquía de origen colonial.

Como contracara del sistema agrario latinoamericano existe el minifundio, la pequeña propiedad cuya producción no es rentable para su comercialización a gran escala, sino que apenas alcanza para la subsistencia del campesino y para venderla a bajo precio a los grandes comercializadores. Este sistema se observa comúnmente en las comunidades indígenas que trabajan sus parcelas. El contraste entre latifundio y minifundio es mayor en los países con una proporción más alta de campesinos indígenas y mestizos: por ejemplo, en Guatemala, menos del 3% de los propietarios concentran el 62% de las tierras cultivables, mientras que el 87% restante tiene sólo el 17%. Por otra parte, en la mayoría de los latifundios subsisten formas de explotación servil, en las que el campesino debe otorgar prestaciones en trabajo a cambio del "arrendamiento" de la tierra que ocupa.”

 GALLEGO, M; EGGERS-BRASS, T; GIL LOZANO, F. Historia Latinoamericana 1700-2005. Sociedades, culturas, procesos políticos y económicos. Buenos Aires, Maipue, 2006. (Págs. 145-151)

 

 

 

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